omega

El jardín era un cuadrado de tierra con un seto de mirto en forma de omega. Detrás del seto, que entonces me llegaba a la cintura, había toda clase de flores. Por las noches recitaba sus nombres antes de dormirme: rosas de pitiminí, espuelas de caballero, adormideras, calas, donpedros, jazmín, margaritas. Con el tiempo el jardín sufrió sucesivos cambios: trompetero, césped, plátanos, costilla de Adán, heliotropo, losas de barro. 

En verano pipas de girasol, en invierno rosas amarillas. La tía Encarna se encargaba de sembrar gladiolos para que no me faltasen en mayo. El columpio también fue idea suya.

El columpio era plegable, de hierro forrado en plástico verde con una ventosa al final de cada pata. El asiento, de rafia naranja, colgaba de unas cadenas. Si no me veía nadie me pasaba las horas chupándolas. Óxido en el vientre, sin miedo.

Fia tampoco tenía miedo, era una niña sueca que escondía una piedra blanca para que su vecino la encontrase. Yo adoraba aquella serie, quería ser rubia y sobre todo quería tener una piedra blanca. Mi madre, condescendiente, me paseaba todas las tardes por la orilla en busca de la piedra perfecta. Volvíamos a casa con el cubo lleno, pero ninguna era la buena. La tierra negra acabó cubierta de piedras blancas, la primera lluvia de septiembre las hizo brillar. Desde el escalón de la puerta, para no mojarme, pensaba: Estúpida Fia, sé que la piedra blanca está escondida en el jardín.