la luz sobre el trapecio

Siempre quise ser trapecista. Me conformaba con columpiarme. Sillas ramplonas de colores junto al kiosco del parque. Las largas colas, siempre la espera, haciendo tiempo escarbando entre las piedras con mis zapatos nuevos. Siempre me iba a estrenarlos a la cuesta de General Ibáñez, a tirarme desde lo alto en bicicleta, sin frenos, despejando la calle con mis gritos como si por aquella calle pasara alguien. Nunca vi ningún coche, ningún vecino, ningún niño jugando más que yo, y a la Mocostiesos cuando volvía a su casa y me miraba con rencor.

Trapecio eran las mañanas de domingo, de puntillas sobre la cama turca, mirando a través de la persiana si hacía sol, tocando aquella luz con los dedos, como si los dedos sobre el cristal midieran algo. El sol confirmándome que podía ponerme la falda escocesa y los mocasines de ante que tanto disgustaban a mi madre porque decía que pesaban.

Trapecio eran las noches que dormía en la casa de mi abuela, en la habitación que daba al jardín, y con la que todavía sueño que alguien intenta entrar por la ventana para llevarme. Que me llevaran no era una mala noticia de todos modos, lo que me inquietaba era el sobresalto, que me encontraran en camisón, despeinada y sin la maleta hecha.

Trapecio fue un columpio en el patio de la casa de mi abuela. Cuando nadie me miraba desenganchaba las cadenas del asiento y me colgaba cabeza abajo, sujeta por las piernas, de la barra transversal. Si había llovido solía chupar el hierro mojado, aquel óxido en mi vientre, siempre a escondidas, siempre sin red, desafiando la gravedad, desafiando la soledad.

villa victoria

Sobre el muro de ladrillos un poyete de piedra, siempre caliente, y sobre la piedra los barrotes. Tras los barrotes una chapa metálica que nos impedía la visión del jardín. Los barrotes terminaban en puntas de lanza. ¿A qué tanto miedo?, pensaba, si por aquella calle no pasaba nadie.

La casa estaba en alto, a la vista de todos, la tapia sólo protegía un jardín que nadie regaba. Rosales y limoneros que crecían solos y a lo loco. También dentro de la casa había una loca creciendo. Una loca en bata de vichy celeste que daba gritos o se paseaba, en el mejor de los casos, dando zancadas por el porche. Gritaba detrás de la tapia a la vista de todos. Miraba a los niños como quien acaba de perder una gafas de lentes muy gruesas. Su hermana tocaba el piano y lo tocaba mal. Eso volvía loca a toda la calle. Yo creo que lo aporreaba a propósito para amortiguar aquellos gritos.

Yo miraba sin descanso aquella casa, me arañaba las rodillas y astillaba las uñas trepando a la tapia, agarrándome con fuerza y cuidado a las puntas de lanza. Hasta que pusieron alambre de espino. Hay que tener mucho miedo para poner alambre de espino a unas puntas de lanza. Mucho miedo o mucha vergüenza. Quizá pensaran que el alambre nos volvería sordos.

Una vez conseguí hablar con la loca. Me preguntó si tenía sed y le dije que sí. Al momento salió con una jarra de agua, una jarra de aluminio con el asa negra. Desde el porche hasta la tapia habría unos seis metros. La loca alzó la jarra y yo, instintivamente, solté una mano. La loca tomó impulso y me lanzó el agua que, por fin, regó aquellos rosales. Nos miramos y nos reímos. Sobre todo ella cuando me vio caer del espaldas sobre la acera.

Esa noche en la cama, llena de cardenales, pensé en la loca agarrada con fuerza al asa de la jarra. Sólo me lanzó el agua, pensé. Quizá no estaba loca. Quizá sólo gritaba para no escuchar aquel maldito piano.