compás

Mi compañera de banca me robó el compás. La primera vez que lo saqué del estuche vi la codicia en su cara. Un compás de verdad, dijo. El suyo tenía adosado un lápiz. Se lo presté muchas veces, se lo hubiese prestado toda la vida sólo por ver brillar sus ojos. No me di cuenta de que me lo había robado hasta que me lo puso delante. Mi compás no funciona, dijo. Lo reconocí de inmediato. Con la punta redonda de la tijera le ajusté el tornillo que sujetaba los brazos. Con los ojos brillantes, los míos, le dije que lo cuidara porque era un buen compás. Una vez ajustado se lo tendí. La codicia de su cara se volvió desconcierto.

El compás era de mi padre, de sus años de estudiante. Nunca le dije que me había quedado sin él. Muchas noches antes de dormirme pensaba, y pienso, en mi absurda reacción. En por qué no le dije tranquilamente que me lo devolviera. Nunca tuve sangre para discutir, ni con nueve años ni ahora. Aunque me robaran la vida, ajustaría el tornillo que me sujeta los brazos y no diría nada.

libreta diario

Nunca sabré con certeza de dónde viene mi afición al orden, a las listas. Recuerdo a mi padre, al llegar del trabajo, colocando meticulosamente sobre la cama lo que iba sacando de los bolsillos.

Yo hacía lo mismo con el material escolar que nos entregaban las monjas el primer día de clase: libretas en tres tamaños, dos bolígrafos, un lápiz y una goma. Libretas había de tres colores (verde, amarillo y rojo). A mí siempre me tocaron verdes. Mi favorita era la más pequeña, a la que las monjas llamaban Diario. En la primera página nos hacían copiar el horario de clases. Después debíamos usarla únicamente para apuntar los deberes del día siguiente. Dibujé muchas veces en las últimas páginas. Aquella libreta áspera me gustaba muchísimo. Olía a septiembre.

También me gustaba el olor de las tarjetas perforadas que mi padre traía del trabajo, llenas de ceros, llenas de unos, con sus diminutos agujeros cuadrados. Por las noches, mi padre, apuntaba en el reverso cosas que tenía que comprar (perborato, betún, minas del 0,5). Y yo lo observaba sin que se diera cuenta, y pensaba que me gustaban más sus deberes que los míos.

digo estuche, y salivo

Digo septiembre y me huele a plástico. A forro de libros, a estuche nuevo. Digo septiembre y me pican las piernas. Aquel uniforme gris y las medias azules hasta las rodillas cuando todavía quedaban turistas en la playa.

Digo estuche y mi boca saliva, pastosa y dulce, no sé si de placer o sinestesia (como cuando digo Mantegna y me viene un sabor agrio).

Los estuches solían traer un transportador de ángulos, pero los buenos, los de dos pisos, traían escuadra y cartabón. En 5ºEGB (supongo que para premiarme por haber terminado en un solo año 3º y 4º), me compraron uno. En un piso lápices, en el otro rotuladores. Tenía de todo, hasta lupa y compás. El compás se rompió pronto. Mi padre me dio uno de los suyos. El compás de mi padre me lo robó mi compañera de banca. Digo septiembre y veo sus ojos muy oscuros, brillando, cada vez que yo abría el estuche.

bimbo vs panrico

No sólo de pan Bimbo vivíamos entonces, también había Panrico. Claro, que Bimbo tenía un osito panadero además de todos aquellos preciosos cromos. Mis favoritos eran "El show de la pantera rosa y el tigretón", sobre todo la última página del álbum donde decía "El apoteosis" (palabra misteriosa donde las hubiera y que siempre me sonó a apocalipsis). Pero Panrico supo ver más allá. Sus niños, nosotros, nos hacíamos mayores, y un tigre con pajarita y canotier ya no engañaba a nadie. Panrico sacó el álbum "Las cien mariposas más bellas del mundo" (en relieve, decía el subtítulo). Aquel anunciado relieve no era más que un efecto irisado que, sí, hacía a las mariposas deslumbrantes. Pero lo que es relieve, ninguno.

Había que comer muchos Tronkito, Mío, Furia y Kandy, para tenerlas todas. Si a eso sumamos que yo todavía desayunaba galletas Vigor, es fácil deducir que sólo llegué a juntar veinte. Mi favorita era una enorme mariposa amarilla: Policaón, de Guyanas y Brasil.

Bimbo contraatacó con aquellas magníficas entregas de "El porqué de las cosas" y "El libro de las adivinanzas" con las que caí rendida al simpático osito.

Muchos años después, en un hotel de Brasil junto a las cataratas de Iguazú, al salir olvidé cerrar la ventana. A la vuelta encontré la habitación llena de mariposas. Todas en relieve, ninguna Policaón.

triunfa con risi

Mi padre fue durante años a un médico naturista. En casa éramos vegetarianos, al menos mi padre y yo. Me gustó desde niña el sabor agrio de la levadura de cerveza. El polen me cuesta y siempre toso. Tomar en ayunas jugo de cebolla es pan comido. Aún sigo cenando copos de avena. No sé si seguirán existiendo las galletas Vigor, ni una crema de frutas que se llamaba Vitanfruit. Qué hermosas palabras. Vigor, Vitanfruit, me suenan a islas olvidadas.

Mi vida era muy sana. Nada de pastelitos, nada de patatas fritas de sobre. Por eso, cuando en el anuncio sonaba aquella cancioncilla, "Patatín patatán, patatín patatán, patatas fritas Risi, a mí me gustan más", yo gritaba aún más fuerte que los niños del anuncio la última frase: "¡Triunfa con Risi!". Triunfar, supuse entonces, era conseguir aquel muñeco dentón con los brazos en jarra. Lo olvidé también, como tantas cosas, cuando mi padre empezó a comer chuletillas de cordero, y yo a coleccionar estampas Bimbo.

Supongo que conté esta historia muchas veces, como quien siembra con los ojos vendados, hasta que un día mi amigo Andrés apareció en casa con aquel muñeco. Triunfar era esto, me dije, saber esperar.

Años más tarde Andrés se convertiría en el padre de dos de mis sobrinos. Algún día les contaré a Darío y a Nadia esta historia, y les daré a Risi para que todo case, patatín patatán y todos los etc.

bon voyage!

No soy de nostalgias tremendas aunque parezca lo contrario. Si pierdo algo le deseo una vida próspera y mejor, para mis adentros. Creo que sólo siento verdadero apego por dos cosas: el león-sacapuntas y el diccionario de francés.

Septiembre, 1973. Comienza el curso y me pongo un poco pesada (quizá por mi afición a jugar a los viajes): Quiero un diccionario. Mi abuela, sin dejar de abanicarse, se levanta del sillón y me pide que la ayude a ponerse la faja. La faja no era una faja y era rosa. Era un corsé con cordón trenzado que había que ajustar. Tacones, bolso y un poco de Embrujo antes de salir. Mi abuela joven y ágil subiendo al autobús. La felicidad.

Librería Cervantes, Plaza José Antonio 2, según el sello de la primera página (hoy Plaza de la Constitución). El librero coloca tres diccionarios sobre el mostrador. Me quedan a la altura de los ojos. Mi abuela dice que elija bien porque me tiene que durar. Escojo uno apaisado, por original y porque tiene las cubiertas de plástico, y el plástico es para toda la vida. Le costó, según veo apuntado a lápiz en la última página, 75 pesetas. 

Supongo de después merendaríamos en el Café Madrid, pero no recuerdo nada. Mi diccionario y yo.

Lo ponía sobre el pupitre hasta en clase de matemáticas. Aunque todo acaba y el aburrimiento me hizo dibujar un brazo en cada esquina de las páginas 33 a la 41. Un brazo que, si pasas las páginas muy rápido, saluda.

La verdad, si lo perdiera, le desearía bon voyage. Y él diría au revoir con la mano que le dibujé.

referéndum milkybar, ya

Allá por los 70 estaba de moda votar. Yo también lo cogí con ganas y participé en la elección del "Rey Blanco Milkibar". Había cuatro aspirantes: Una tableta de chocolate blanco con corona bastante infantil, un rey viejo, bajito y regordete, un león con corona bastante simpático y un muchachito rubio con capa y pose de superhéroe que se lo llevó de calle.

El marketing es importante y Milkibar pasó a ser Milkybar, mucho más moderno, quién lo duda. Aquel chiquito rubio ya tendrá mi edad y seguro que vive su retiro en Vevey (Suiza).

Yo voté por él, por el "Rey Milkibar". Hoy, sin duda y sin necesidad de carnet, votaría "República Milkybar". Si me dejaran.

confesión

La segunda vez que me confesé, dos días antes de hacer la comunión, dejé de creer. A la primera confesión las monjas le llamaron ensayo y, como pude comprobar después, no se diferenció en nada de la segunda.

En la fila del ensayo le pregunté a Rosamari qué iba a decir. Que había desobedecido a su madre y que le había pegado a su hermana. En un acto de cristiana generosidad hice míos sus pecados. ¿Nada más?, me preguntó el cura. He dicho mentiras. Muy bien, dijo él para mi sorpresa. Reza dos padrenuestros y un avemaría. Me quedé de rodillas un rato pensando en mis cosas, haciendo el paripé de rezar, puesto que aquello era sólo un ensayo.

Para la confesión de verdad repetí mis pecados ajenos, tal vez en una exhibición de masoquismo prematuro y chulería. A ver qué pasa, me dije. Y no pasó nada. Ni se abrió la tierra, ni una mano gigante me señaló con el dedo, ni el demonio en persona ató a mis pies las hebras de hilo que desperdiciaba en clase de hogar y con las que, según las monjas, me arrastraría hasta el infierno mientras dormía. Dios no existe, pensé.

Nos avisaron: comer antes de comulgar, pecado; masticar la sagrada forma, pecado; celebrar con gran dispendio, pecado.

El domingo hice la comunión. No desayuné, no mastiqué la hostia. Mi madre se vistió de negro y sobria mantilla, y celebramos un parco desayuno al que sólo asistieron la familia más allegada y las casigemelas. Me regalaron una muñeca rubia vestida de comunión que en nada se parecía a mí, un estuche blanco, bombones, un reloj y un anillo que perdí años después en clase de gimnasia. Desde entonces he mentido y, sobre todo, he cometido actos impuros. Nadie me ha castigado jamás, al contrario: parece que alguien me esté premiando continuamente por hacerlo todo al revés.

Confieso que a veces me gustaría creer en algún dios para sentir un disfrute añadido cuando visito iglesias románicas o estupas y, sobre todo, para reconfortar a mi padre cuando el gen unamuniano que lo habita se pregunta si de verdad habrá otra vida y si será mejor que esta.

omega

El jardín era un cuadrado de tierra con un seto de mirto en forma de omega. Detrás del seto, que entonces me llegaba a la cintura, había toda clase de flores. Por las noches recitaba sus nombres antes de dormirme: rosas de pitiminí, espuelas de caballero, adormideras, calas, donpedros, jazmín, margaritas. Con el tiempo el jardín sufrió sucesivos cambios: trompetero, césped, plátanos, costilla de Adán, heliotropo, losas de barro. 

En verano pipas de girasol, en invierno rosas amarillas. La tía Encarna se encargaba de sembrar gladiolos para que no me faltasen en mayo. El columpio también fue idea suya.

El columpio era plegable, de hierro forrado en plástico verde con una ventosa al final de cada pata. El asiento, de rafia naranja, colgaba de unas cadenas. Si no me veía nadie me pasaba las horas chupándolas. Óxido en el vientre, sin miedo.

Fia tampoco tenía miedo, era una niña sueca que escondía una piedra blanca para que su vecino la encontrase. Yo adoraba aquella serie, quería ser rubia y sobre todo quería tener una piedra blanca. Mi madre, condescendiente, me paseaba todas las tardes por la orilla en busca de la piedra perfecta. Volvíamos a casa con el cubo lleno, pero ninguna era la buena. La tierra negra acabó cubierta de piedras blancas, la primera lluvia de septiembre las hizo brillar. Desde el escalón de la puerta, para no mojarme, pensaba: Estúpida Fia, sé que la piedra blanca está escondida en el jardín.

juguemos a escapar

Mi primer juguete fue un oso, la osa Mateo. A lo primero que recuerdo haber jugado es a escondernos en el ropero y a esperar el momento para escaparnos de casa. Mateo y yo hicimos la maleta, colocamos los cojines de la cama turca como si fuesen los asientos de un autobús y nos sentamos al fondo, para que nadie nos descubriera. Mateo no llevaba equipaje, ni muda siquiera, sólo su falda escocesa. Yo, una maleta de cartón muy duro. Probablemente la misma que mi madre usó en su viaje de novios. Dentro, una rebeca, los lápices de colores, algún cuento, las joyas de plástico y mi linterna. Mateo y yo éramos fanáticas de las linternas.

Escapar siempre fue mi juego favorito. Todo era invitación al viaje. La plancha un coche futurista para las recortables, los elefantes de madera criaturas leves, voladoras, el anillo verde de plástico una joya que me hacía invisible, el ropero mi nave espacial.

A pesar de mudanzas, y la afición de mi madre por tirarlo todo, conservo a Mateo, la maleta de cartón y aquel ropero. Pero sobre todo conservo las ganas de seguir escondiéndome, de seguir escapando.

salvatore

Aunque mi nostalgia (a lo grande) siempre ha sido de futuro, reconozco una única nostalgia de pasado: el no haber jugado de niña con los que son mis mejores amigos. Nunca me será suficiente haberlos encontrado recién cumplidos los 15. No soporto haberme perdido, por ejemplo, esto: montar en el burrito del parque con mi amigo Salvatore. Aquí está con su hermano, y no hago otra cosa que buscarme en un imposible segundo plano, por si ese día pasaba por allí. "Recuerdo de niñez, sencillez. Recuerdo de felicidad, de calle, de juego. Recuerdo de amigos. Recuerdo de familia. Recuerdo de vida", me dice. No creo que esta foto se pueda resumir con mejores palabras.

pimentel, mon amour

Me pidieron un bambi, ¿cuándo se ha visto un bambi en Málaga?, dice entre risas. Así que él propuso algo más de la tierra, un burro o una cabra. Para hacer el burrito pidió que le prestaran uno que acababa de nacer, Platerillo. Y que ese mismo alcalde le encargó una cabra con su chivito para el parque de enfrente. También me la prestaron y la devolví más gorda, se ríe. Ahí la tiene todavía, en escayola, en su casa, esperando. Y es que, al cambiar la alcaldía le preguntaron si tenía documento escrito sobre cabra alguna y, como no, cabra no hubo. Pensar que mi blog podría llamarse ahora "elbambidelparque" me pone los pelos de punta. Saber que hay una cabra, con su chivito, esperando su puesta de bronce desde los años 60 me parte el alma.

la luz sobre el trapecio

Siempre quise ser trapecista. Me conformaba con columpiarme. Sillas ramplonas de colores junto al kiosco del parque. Las largas colas, siempre la espera, haciendo tiempo escarbando entre las piedras con mis zapatos nuevos. Siempre me iba a estrenarlos a la cuesta de General Ibáñez, a tirarme desde lo alto en bicicleta, sin frenos, despejando la calle con mis gritos como si por aquella calle pasara alguien. Nunca vi ningún coche, ningún vecino, ningún niño jugando más que yo, y a la Mocostiesos cuando volvía a su casa y me miraba con rencor.

Trapecio eran las mañanas de domingo, de puntillas sobre la cama turca, mirando a través de la persiana si hacía sol, tocando aquella luz con los dedos, como si los dedos sobre el cristal midieran algo. El sol confirmándome que podía ponerme la falda escocesa y los mocasines de ante que tanto disgustaban a mi madre porque decía que pesaban.

Trapecio eran las noches que dormía en la casa de mi abuela, en la habitación que daba al jardín, y con la que todavía sueño que alguien intenta entrar por la ventana para llevarme. Que me llevaran no era una mala noticia de todos modos, lo que me inquietaba era el sobresalto, que me encontraran en camisón, despeinada y sin la maleta hecha.

Trapecio fue un columpio en el patio de la casa de mi abuela. Cuando nadie me miraba desenganchaba las cadenas del asiento y me colgaba cabeza abajo, sujeta por las piernas, de la barra transversal. Si había llovido solía chupar el hierro mojado, aquel óxido en mi vientre, siempre a escondidas, siempre sin red, desafiando la gravedad, desafiando la soledad.

villa victoria

Sobre el muro de ladrillos un poyete de piedra, siempre caliente, y sobre la piedra los barrotes. Tras los barrotes una chapa metálica que nos impedía la visión del jardín. Los barrotes terminaban en puntas de lanza. ¿A qué tanto miedo?, pensaba, si por aquella calle no pasaba nadie.

La casa estaba en alto, a la vista de todos, la tapia sólo protegía un jardín que nadie regaba. Rosales y limoneros que crecían solos y a lo loco. También dentro de la casa había una loca creciendo. Una loca en bata de vichy celeste que daba gritos o se paseaba, en el mejor de los casos, dando zancadas por el porche. Gritaba detrás de la tapia a la vista de todos. Miraba a los niños como quien acaba de perder una gafas de lentes muy gruesas. Su hermana tocaba el piano y lo tocaba mal. Eso volvía loca a toda la calle. Yo creo que lo aporreaba a propósito para amortiguar aquellos gritos.

Yo miraba sin descanso aquella casa, me arañaba las rodillas y astillaba las uñas trepando a la tapia, agarrándome con fuerza y cuidado a las puntas de lanza. Hasta que pusieron alambre de espino. Hay que tener mucho miedo para poner alambre de espino a unas puntas de lanza. Mucho miedo o mucha vergüenza. Quizá pensaran que el alambre nos volvería sordos.

Una vez conseguí hablar con la loca. Me preguntó si tenía sed y le dije que sí. Al momento salió con una jarra de agua, una jarra de aluminio con el asa negra. Desde el porche hasta la tapia habría unos seis metros. La loca alzó la jarra y yo, instintivamente, solté una mano. La loca tomó impulso y me lanzó el agua que, por fin, regó aquellos rosales. Nos miramos y nos reímos. Sobre todo ella cuando me vio caer del espaldas sobre la acera.

Esa noche en la cama, llena de cardenales, pensé en la loca agarrada con fuerza al asa de la jarra. Sólo me lanzó el agua, pensé. Quizá no estaba loca. Quizá sólo gritaba para no escuchar aquel maldito piano.

hiperrealismo abstracto

Mi madre tenía un chicle en la boca. La supo cerrar en el instante que mi padre disparó. Mi madre movía el chicle en la boca para obligarme a mirarla, para que yo saliera mirándola en la foto. En la foto las dos llevamos pijama, unos pijamas de estampado abstracto. Mi madre parece una actriz francesa, la novia de un pintor bohemio. Para completar el decorado, al fondo, se ven pinceles y un lienzo en blanco sobre un caballete.

Mi padre deseaba ser pintor, pero no conseguía ser bohemio. Mi padre era ordenado y de horarios inflexibles. Mi padre quería pintar, pero temía el fracaso y la suciedad. Por eso los pinceles permanecían inmaculados en un vaso de cerámica y los lienzos sin imprimación siquiera. A pesar de eso la casa siempre olía a aguarrás y a aceite de linaza. A pesar de eso, mi padre, si le preguntaban, decía que era pintor. Estoy segura de que los pijamas los eligió él.

humo

En invierno jugaba a fumar. Tenía un cigarrillo de plástico con boquilla que sabía a menta. Tomaba posturas interesantes junto a la ventana, pensativa, por si alguien me veía desde la calle. Aún no conocía a Sartre, pero con mi ojo vago seguro que parecía un pequeño monstruo de seis años. Tal vez por eso me gustaban el invierno y los días de lluvia, porque podía quedarme en casa fumando. Cuando me cansaba de posar para nadie me sentaba al piano. Un piano rojo que apenas me llegaba a las rodillas. Si hubiera tenido un vaso de whisky de plástico habría sido la felicidad completa.

Antes se podía fumar en los trenes. Colocaba meticulosamente los cojines formando asientos y pegaba en la pared dibujos de paisajes. Me podía pasar horas mirando por una hoja de papel sin movimiento mientras fumaba.

Llevar gafas con menos dioptrías de las necesarias me curó el estrabismo. Nunca fui fumadora, nunca aprendí a tocar ningún instrumento, y el whisky, como dice mi madre, sabe a cuerdas de guitarra. Tengo la triste certeza de que, quitando aquellas largas horas de falso tren, falsas ventanillas y falso humo, nunca he viajado, sólo he hecho turismo.

También tenía una pipa de plástico, blanca y amarilla, igual a las pipas de espuma de mar que coleccionaba mi padre. Pero en pipa sólo fumaba en verano.