nunca le puse nombre, pienso ahora

(y Chupetín, desmayada a mis pies)
Habría jurado que escribí sobre la hucha-robot. Día de Reyes 1972. Yo solía pedir siempre una bicicleta. Las muñecas nunca me gustaron. Supongo que el regalo estrella de ese año era "Chupetín" (un bebé desmadejado que lloraba si le quitabas el chupete), pero yo me sentaba a dibujar abrazada a la hucha-robot.

El robot era rojo y dorado, tenía los brazos y las piernas de plástico azul transparente. La espalda del robot también era transparente y en ella podía verse un laberinto de palancas móviles que hacían que cada tipo de moneda cayera en su lugar preciso: en un brazo las pesetas, en el otro los duros, etc. No recuerdo cómo se sacaban, sólo sé que las saqué muchas veces sólo por volver a verlas caer.

Antes de meterme en la cama la llenaba de cosas: el mono que tocaba los platillos bajo un cojín (para que no me atacara mientras dormía), un puñado de animales "Dunkin" (para que me defendieran de los dulces monstruos que bajaban por la chimenea) y, desde ese año (hasta que mi madre la tiró), la hucha-robot. Era peligroso dormir con ella/él por las aristas.

Confío en ese nada-se-pierde de Holan (poeta que combina lo dulce de un monstruo y las aristas de un juguete) y que mi hucha-robot siga felizmente de una pieza en cualquier rastro o estantería de una nostágica como yo.