la luz sobre el trapecio

Siempre quise ser trapecista. Me conformaba con columpiarme. Sillas ramplonas de colores junto al kiosco del parque. Las largas colas, siempre la espera, haciendo tiempo escarbando entre las piedras con mis zapatos nuevos. Siempre me iba a estrenarlos a la cuesta de General Ibáñez, a tirarme desde lo alto en bicicleta, sin frenos, despejando la calle con mis gritos como si por aquella calle pasara alguien. Nunca vi ningún coche, ningún vecino, ningún niño jugando más que yo, y a la Mocostiesos cuando volvía a su casa y me miraba con rencor.

Trapecio eran las mañanas de domingo, de puntillas sobre la cama turca, mirando a través de la persiana si hacía sol, tocando aquella luz con los dedos, como si los dedos sobre el cristal midieran algo. El sol confirmándome que podía ponerme la falda escocesa y los mocasines de ante que tanto disgustaban a mi madre porque decía que pesaban.

Trapecio eran las noches que dormía en la casa de mi abuela, en la habitación que daba al jardín, y con la que todavía sueño que alguien intenta entrar por la ventana para llevarme. Que me llevaran no era una mala noticia de todos modos, lo que me inquietaba era el sobresalto, que me encontraran en camisón, despeinada y sin la maleta hecha.

Trapecio fue un columpio en el patio de la casa de mi abuela. Cuando nadie me miraba desenganchaba las cadenas del asiento y me colgaba cabeza abajo, sujeta por las piernas, de la barra transversal. Si había llovido solía chupar el hierro mojado, aquel óxido en mi vientre, siempre a escondidas, siempre sin red, desafiando la gravedad, desafiando la soledad.